Tomás Moro |
Thomas More nació en Londres, en 1478. Fue amigo y discípulo de Erasmo, y humanista poseedor de un primoroso estilo literario. Participó activamente en la vida política, ocupando cargos muy elevados. Permaneció firme en la fe católica, negándose a reconocer a Enrique VII como jefe de la Iglesia, por lo que fue condenado a muerte en 1535. Pío XI lo canonizó en 1935.
La obra que otorgó a Moro una fama inmortal fue su Utopía, título que constituye la denominación de un antiquísimo género literario, muy cultivado antes y después de Moro, y que también sirve para referirse a una dimensión del espíritu humano que, a través de la representación más o menos imaginaria de aquello que no es, describe lo que debería ser o cómo quisiera el hombre que fuese la realidad. «Utopía» (del griego ou = no, y topos = lugar) indica un «lugar que no es» o, también, «lo que no está en ningún lugar». Platón ya se había aproximado mucho a esta acepción, al escribir que la ciudad perfecta que describe en La República no existe «en ninguna parte sobre la tierra». Sin embargo, se hizo necesaria la creación semántica de Moro para llenar una laguna lingüística. El enorme éxito del término demuestra la necesidad que a este respecto experimentaba el espíritu humano. Adviértase, sin embargo, que Moro insiste en esta dimensión del «no estar en ningún lugar»: la capital de Utopía se llama Amauroto (del griego amauros — evanescente), que quiere decir «ciudad que huye y se desvanece como un espejismo». El río de Utopía se llama Anidro (del griego anhydros = carente de agua), es decir, «río que no es una corriente de agua», «río sin agua». El príncipe se llama Ademo (palabra formada por la a privativa en griego, y demos, pueblo), que significa «jefe que no tiene pueblo». Evidentemente, se trata de un juego lingüístico que se propone insistir en aquella tensión entre lo real y lo irreal -y, por lo tanto, ideal- de la cual es expresión la Utopía.
Las fuentes a las que se remonta Moro son, por supuesto, platónicas, con amplios añadidos de doctrinas estoicas, tomistas y erasmistas. Como trasfondo se encuentra Inglaterra, con su historia, sus tradiciones, los dramas sociales de la época (la reestructuración del sistema agrario que privaba de tierra y de trabajo a gran número de campesinos; las luchas religiosas y la intolerancia; la insaciable sed de riquezas).
Los principios básicos del relato, que en la ficción es narrado por Rafael Hitlodeo quien, al tomar parte en uno de los viajes de Américo Vespucio, habría visto la isla de Utopía, son muy sencillos. Moro está profundamente convencido (cosa en la que se ve influido por el optimismo humanista) de que bastaría con seguir la sana razón y las más elementales leyes de la naturaleza, que están en perfecta armonía con aquélla, para evitar los males que afligen a la sociedad. Utopía no presentaba un programa social de obligada realización, sino unos principios destinados a ejercer una función normativa, los cuales, mediante un hábil juego de alusiones, señalaban los males de la época e indicaban los criterios que servían para curarlos.
El punto clave reside en la ausencia de propiedad privada. Platón, en La República, ya había dicho que la propiedad divide a los hombres mediante la barrera de lo «mío» y lo «tuyo», mientras que la comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde no existe la propiedad, nada es «mío» ni «tuyo», sino que todo es «nuestro». Moro se inspira en Platón, cuando propone la comunidad de bienes. Además, en Utopía todos los ciudadanos son iguales entre sí. Una vez que han desaparecido las diferencias de riqueza, desaparecen también las diferencias de status social. Por eso, los habitantes de Utopía llevan a cabo de forma muy equilibrada los trabajos propios de la agricultura y de la artesanía, de manera que no vuelvan a reproducirse, como consecuencia de la división del trabajo, las divisiones sociales. El trabajo no es destructivo del individuo y no dura toda la jornada, sino seis horas diarias, para dejar espacio a las diversiones y a otras actividades. En Utopía también hay sacerdotes dedicados al culto y se garantiza un lugar especial a los literatos, es decir, a quienes, por haber nacido con unas dotes y unas inclinaciones especiales, se proponen dedicarse al estudio.
Los habitantes de Utopía son pacifistas, se ajustan al sano placer, admiten diferentes cultos, saben honrar a Dios de maneras distintas y saben comprenderse y aceptarse recíprocamente en esta diversidad. He aquí una de las páginas en las que se ataca a los ricos de todos los tiempos y a las riquezas (adviértase la atractiva paradoja: sería mucho más fácil procurarse el sustento, si no lo impidiese precisamente la búsqueda de aquel dinero que, en la intención de quien lo inventó, servía para conseguir con más comodidad dicho propósito):
Estos funestos individuos, después de haberse repartido con una avidez insaciable el conjunto completo de bienes que habrían bastado para todos ¡qué lejos se hallan, no obstante, de la felicidad que se goza en Utopía! Allí, una vez que se ha sofocado del todo cualquier codicia de dinero, gracias a la abolición del empleo ¡qué muchedumbre de molestias ha sido expulsada, qué densa cosecha de delitos ha sido arrancada de raíz! ¿Quién podría ignorar que todos aquellos fraudes, hurtos, robos, riñas, desórdenes, disputas, tumultos, asesinatos, traiciones o envenenamientos que las cotidianas ejecuciones capitales logran castigar pero no reprimir, desaparecen de inmediato apenas se ha quitado de en medió el dinero? ¿Y que en ese mismo instante se desvanecen el temor, la ansiedad, los afanes, los tormentos y el insomnio? ¿Y que la pobreza misma, que sólo parece sufrir penuria de dinero, una vez que éste haya sido suprimido por completo, también llegaría a atenuarse? Para aclarar mejor el asunto, reflexiona un poco en tu corazón sobre un año que haya resultado avaro y de escasas cosechas, en el que hayan muerto de hambre muchas personas. Yo sostengo, con toda seguridad, que si al final de aquella escasez se inspeccionasen los graneros de los ricos, se habría encontrado una abundancia tal que, distribuyéndola entre todos aquellos que habían sucumbido por inanición o por enfermedad, nadie habría padecido en lo más mínimo por aquella esterilidad del terreno o del clima. ¡Sería tan fácil asegurarnos el sustento, si no nos lo impidiese precisamente el bendito dinero, esa invención tan sutil que debería allanarnos el camino para procurarnos aquél!
Con justa razón, L. Firpo ha dicho que Utopía es uno de aquellos pocos libros de los cuales se puede afirmar que han incidido sobre el curso de la historia: «A través de él, el hombre angustiado por las violencias y las disipaciones de una sociedad injusta elevaba una protesta que ya no ha podido ser acallada. El primero de los reformadores impotentes, rodeados por un mundo demasiado sordo y demasiado hostil para escucharles, enseñaba a luchar del único modo que les está permitido a los inermes hombres de cultura, lanzando una llamada a los siglos venideros, delineando un programa que no está destinado a inspirar una acción inmediata, sino a fecundar las conciencias. A partir de entonces, aquellos lúcidos realistas que el mundo denomina con el término acuñado por Moro, “utópicos”, se dedican justamente a la única cosa que está a su alcance: como náufragos arrojados a la orilla de remotas e inhospitalarias islas, lanzan a quienes vienen después mensajes dentro de una botella.»
Tomás Moro (1478-1535): es el autor de Utopía, uno de los libros más conocidos en la época renacentista y que se ha hecho célebre a partir de entonces. Además, se ha tomado como denominación del género literario que representa y de la dimensión fundamental del espíritu que se encuentra en su base.
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