domingo, 6 de octubre de 2013

Texto para las prácticas de Tª gral. del conocimiento. E.Moya. 8-oct de 2013.

Adjunto a  continuación, el texto que debemos preparar con Eugenio Moya para las prácticas del martes 8 de octubre de 2013 de la asignatura "Teoría general del conocimiento", de segundo de grado en filosofía.

Fuente: Texto extraído de la excelente edición de Pedro Ribas de la "Crítica de la Razón Pura" de Kant. Podéis adquirirla en la tienda virtual desde aquí mismo. (Editorial Taurus). ¡Merece la pena!

NOTA: no están incluidas ni las notas a pie de página ni está concretada la paginación de las ediciones A y B tal y como Pedro Ribas resalta en su edición. Esta labor la dejo para más adelante con ayuda, o sin ella, de alumnos solidari@s.

Imagen de la izquierda tomada de la portada del libro de Pedro Ribas.


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Immanuel Kant.

CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA. Edición de Pedro Ribas.

Prólogo a la 2ª edición. BVII – BXLIV.

Si la elaboración de los conocimientos pertenecientes al dominio de la razón llevan
o no el camino seguro de una ciencia, es algo que pronto puede apreciarse por el
resultado. Cuando, tras muchos preparativos y aprestos, la razón se queda estancada
inmediatamente de llegar a su fin; o cuando, para alcanzarlo, se ve obligada a retroceder
una y otra vez y a tomar otro camino; cuando, igualmente, no es posible poner de acuerdo
a los distintos colaboradores sobre la manera de realizar el objetivo común; cuando
esto ocurre se puede estar convencido de que semejante estudio está todavía muy lejos
de haber encontrado el camino seguro de una ciencia: no es más que un andar a tientas.
Y constituye un mérito de la razón averiguar dicho camino, dentro de lo posible, aun a
costa de abandonar como inútil algo que se hallaba contenido en el fin adoptado anteriormente sin reflexión.

Que la lógica ha tomado este camino seguro desde los tiempos más antiguos es
algo que puede inferirse del hecho de que no ha necesitado dar ningún paso atrás desde
Aristóteles, salvo que se quieran considerar como correcciones la supresión de ciertas
sutilezas innecesarias o la clarificación de lo expuesto, aspectos que afectan a la elegancia,
más que a la certeza de la ciencia. Lo curioso de la lógica es que tampoco haya sido
capaz, hasta hoy, de avanzar un solo paso. Según todas las apariencias se halla, pues,
definitivamente concluida. En efecto, si algunos autores modernos han pensado ampliarla
a base de introducir en ella capítulos, bien sea psicológicos, sobre las distintas facultades
de conocimiento (imaginación, agudeza), bien sea metafísicos, sobre el origen del
conocimiento o de los distintos tipos de certeza, de acuerdo con la diversidad de objetos
(idealismo, escepticismo, etc.), bien sea antropológicos, sobre los prejuicios (sus causas
y los remedios en contra), ello procede de la ignorancia de tales autores acerca del carácter
peculiar de esa ciencia. Permitir que las ciencias se invadan mutuamente no es ampliarlas,
sino desfigurarlas. Ahora bien, los límites de la lógica están señalados con plena
exactitud por ser una ciencia que no hace más que exponer detalladamente y demostrar
con rigor las reglas formales de todo pensamiento, sea éste a priori o empírico, sea cual
sea su comienzo o su objeto, sean los que sean los obstáculos, fortuitos o naturales, que
encuentre en nuestro psiquismo.

El que la lógica haya tenido semejante éxito se debe únicamente a su limitación,
que la habilita, y hasta la obliga, a abstraer de todos los objetos de conocimiento y de sus
diferencias. En la lógica el entendimiento no se ocupa más que de sí mismo y de su
forma. Naturalmente, es mucho más difícil para la razón tomar el camino seguro de la
ciencia cuando no simplemente tiene que tratar de sí misma, sino también de objetos. De
ahí que la lógica, en cuanto propedéutica, constituya simplemente el vestíbulo, por así
decirlo, de las ciencias y, aunque se presupone una lógica para enjuiciar los conocimientos
concretos que se abordan, hay que buscar la adquisición de éstos en las ciencias
propia y objetivamente dichas.

Ahora bien, en la medida en que ha de haber razón en dichas ciencias, tiene que
conocerse en ellas algo a priori, y este conocimiento puede poseer dos tipos de relación
con su objeto: o bien para determinar simplemente éste último y su concepto (que ha de
venir dado por otro lado), o bien para convertirlo en realidad. La primera relación constituye
el conocimiento teórico de la razón; la segunda, el conocimiento práctico. De
ambos conocimientos ha de exponerse primero por separado la parte pura —sea mucho
o poco lo que contenga—, a saber, la parte en la que la razón determina su objeto enteramente a priori, y posteriormente lo que procede de otras fuentes, a fin de que no se
confundan las dos cosas. En efecto, es ruinoso el negocio cuando se gastan ciegamente
los ingresos sin poder distinguir después, cuando aquél no marcha, cuál es la cantidad de
ingresos capaz de soportar el gasto y cuál es la cantidad en que hay que reducirlo.
La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos de la razón que deben
determinar sus objetos a priori. La primera de forma enteramente pura; la segunda,
de forma al menos parcialmente pura, estando entonces sujeta tal determinación a otras
fuentes de conocimiento distintas de la razón.

La matemática ha tomado el camino seguro de la ciencia desde los primeros
tiempos a los que alcanza la historia de la razón humana, en el admirable pueblo griego.
Pero no se piense que le ha sido tan fácil como a la lógica —en la que la razón únicamente
se ocupa de sí misma— el hallar, o más bien, el abrir por sí misma ese camino
real. Creo, por el contrario, que ha permanecido mucho tiempo andando a tientas (especialmente entre los egipcios) y que hay que atribuir tal cambio a una revolución llevada
a cabo en un ensayo, por la idea feliz de un solo hombre. A partir de este ensayo, no se
podía ya confundir la ruta a tomar, y el camino seguro de la ciencia quedaba trazado e
iniciado para siempre y con alcance ilimitado. Ni la historia de la revolución del pensamiento, mucho más importante que el descubrimiento del conocido Cabo de Buena
Esperanza, ni la del afortunado que la realizó, se nos ha conservado. Sin embargo, la
leyenda que nos transmite Diógenes Laercio —quien nombra al supuesto descubridor de
los más pequeños elementos de las demostraciones geométricas y, según el juicio de la
mayoría, no necesitados siquiera de prueba alguna— demuestra que el recuerdo del
cambio sobrevenido ai vislumbrarse este nuevo camino debió ser considerado por los
matemáticos como muy importante y que, por ello mismo, se hizo inolvidable. Una
nueva luz se abrió al primero (llámese Tales o como se quiera) que demostró el triángulo
equilátero1 En efecto, advirtió que no debía indagar lo que veía en la figura o en el mero
concepto de ella y, por así decirlo, leer, a partir de ahí, sus propiedades, sino extraer
éstas a priori por medio de lo que él mismo pensaba y exponía (por construcción) en
conceptos. Advirtió también que, para saber a priori algo con certeza, no debía añadir a
la cosa sino lo que necesariamente se seguía de lo que él mismo, con arreglo a su concepto,
había puesto en ella.

La ciencia natural tardó bastante más en encontrar la vía grande de la ciencia.
Hace sólo alrededor de un siglo y medio que la propuesta del ingenioso Bacon de Verulam
en parte ocasionó el descubrimiento de la ciencia y en parte le dio más vigor, al
estarse ya sobre la pista de la misma. Este descubrimiento puede muy bien ser explicado
igualmente por una rápida revolución previa en el pensamiento. Sólo me referiré aquí a
la ciencia natural en la medida en que se basa en principios empíricos.
Cuando Galileo hizo bajar por el plano inclinado unas bolas de un peso elegido
por él mismo, o cuando Torricelli hizo que el aire sostuviera un peso que él, de antemano,
había supuesto equivalente al de un determinado volumen de agua, o cuando, más
tarde, Stahl transformó metales en cal y ésta de nuevo en metal, a base de quitarles algo
y devolvérselo, entonces los investigadores de la naturaleza comprendieron súbitamente
algo. Entendieron que la razón sólo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo,
que la razón tiene que anticiparse con los principios de sus juicios de acuerdo con
leyes constantes y que tiene que obligar a la naturaleza a responder sus preguntas, pero
sin dejarse conducir con andaderas, por así decirlo. De lo contrario, las observaciones
fortuitas y realizadas sin un plan previo no van ligadas a ninguna ley necesaria, ley que,
de todos modos, la razón busca y necesita. La razón debe abordar la naturaleza llevando
en una mano los principios según los cuales sólo pueden considerarse como leyes los
fenómenos concordantes, y en la otra, el experimento que ella haya proyectado a la luz
de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará
en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado
que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula. De
modo que incluso la física sólo debe tan provechosa revolución de su método a una idea,
la de buscar (no fingir) en la naturaleza lo que la misma razón pone en ella, lo que debe
aprender de ella, de lo cual no sabría nada por sí sola. Únicamente de esta forma ha
alcanzado la ciencia natural el camino seguro de la ciencia, después de tantos años de no
haber sido más que un mero andar a tientas.

La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, completamente aislado,
que se levanta enteramente por encima de lo que enseña la experiencia, con meros conceptos (no aplicándolos a la intuición, como hacen las matemáticas), donde, por tanto, la
razón ha de ser discípula de sí misma, no ha tenido hasta ahora la suerte de poder tomar
el camino seguro de la ciencia. Y ello a pesar de ser más antigua que todas las demás y
de que seguiría existiendo aunque éstas desaparecieran totalmente en el abismo de una
barbarie que lo aniquilara todo. Efectivamente, en la metafísica la razón se atasca continuamente, incluso cuando, hallándose frente a leyes que la experiencia más ordinaria
confirma, ella se empeña en conocerlas a priori. Incontables veces hay que volver atrás
en la metafísica, ya que se advierte que el camino no conduce a donde se quiere ir. Por
lo que toca a la unanimidad de lo que sus partidarios afirman, está aún tan lejos de ser un
hecho, que más bien es un campo de batalla realmente destinado, al parecer, a ejercitar
las fuerzas propias en un combate donde ninguno de los contendientes ha logrado jamás
conquistar el más pequeño terreno ni fundar sobre su victoria una posesión duradera. No
hay, pues, duda de que su modo de proceder ha consistido, hasta la fecha, en un mero
andar a tientas y, lo que es peor, a base de simples conceptos.

¿A qué se debe entonces que la metafísica no haya encontrado todavía el camino
seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? ¿Por qué, pues, la naturaleza ha castigado
nuestra razón con el afán incansable de perseguir este camino como una de sus cuestiones
más importantes? Más todavía: ¡qué pocos motivos tenemos para confiar en la razón
si, ante uno de los campos más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos
abandona, sino que nos entretiene con pretextos vanos y, al final, nos engaña! Quizá
simplemente hemos errado dicho camino hasta hoy. Si es así ¿qué indicios nos harán
esperar que, en una renovada búsqueda, seremos más afortunados que otros que nos
precedieron?

Me parece que los ejemplos de la matemática y de la ciencia natural, las cuales
se han convertido en lo que son ahora gracias a una revolución repentinamente producida,
son1 lo suficientemente notables como para hacer reflexionar sobre el aspecto esencial
de un cambio de método que tan buenos resultados ha proporcionado en ambas
ciencias, así como también para imitarlas, al menos a título de ensayo, dentro de lo que
permite su analogía, en cuanto conocimientos de razón, con la metafísica. Se ha supuesto
hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos
los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos —algo que ampliara nuestro conocimiento— desembocaban
en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las
tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento,
cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a
priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes
de que nos sean dados. Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico.
Este, viendo que no conseguía explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el
ejército de estrellas giraba alrededor del espectador, probó si no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando las estrellas XVII en reposo. En la metafísica
se puede hacer el mismo ensayo, en lo que atañe a la intuición de los objetos. Si la
intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podría conocerse
algo a priori sobre esa naturaleza. Si, en cambio, es el objeto (en cuanto objeto de
los sentidos) el que se rige por la naturaleza de nuestra facultad de intuición, puedo
representarme fácilmente tal posibilidad. Ahora bien, como no puedo pararme en estas
intuiciones, si se las quiere convertir en conocimientos, sino que debo referirlas a algo
como objeto suyo y determinar éste mediante las mismas, puedo suponer una de estas
dos cosas: o bien los conceptos por medio de los cuales efectúo esta determinación se
rigen también por el objeto, y entonces me encuentro, una vez más, con el mismo embarazo
sobre la manera de saber de él algo a priori; o bien supongo que los objetos o, lo
que es lo mismo, la experiencia, única fuente de su conocimiento (en cuanto objetos
dados), se rige por tales conceptos. En este segundo caso veo en seguida una explicación
más fácil, dado que la misma experiencia constituye un tipo de conocimiento que requiere
entendimiento y éste posee unas reglas que yo debo suponer en mí ya antes de
que los objetos me sean dados, es decir, reglas a priori. Estas reglas se expresan en
conceptos a priori a los que, por tanto, se conforman necesariamente todos los objetos
de la experiencia y con los que deben concordar. Por lo que se refiere a los objetos que
son meramente pensados por la razón —y, además, como necesarios—, pero que no
pueden ser dados (al menos tal como la razón los piensa) en la experiencia, digamos que
las tentativas para pensarlos (pues, desde luego, tiene que Sjer posible pensarlos) proporcionarán una magnífica piedra de toque de lo que consideramos el nuevo método del
pensamiento, a saber, que sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos
ponemos en ellas.

Este ensayo obtiene el resultado apetecido y promete a la primera parte de la metafísica
el camino seguro de la ciencia, dado que esa primera parte se ocupa de conceptos
a priori cuyos objetos correspondientes pueden darse en la experiencia adecuada. En
efecto, según dicha transformación del pensamiento, se puede explicar muy bien la
posibilidad de un conocimiento a priori y, más todavía, se pueden proporcionar pruebas
satisfactorias a las leyes que sirven de base a priori de la naturaleza, entendida ésta
como compendio de los objetos de la experiencia. Ambas cosas eran imposibles en el
tipo de procedimiento empleado hasta ahora. Sin embargo, de la deducción de nuestra
capacidad de conocer a priori en la primera parte de la metafísica se sigue un resultado
extraño y, al parecer, muy perjudicial para el objetivo entero de la misma, el objetivo del
que se ocupa la segunda parte. Este resultado consiste en que, con dicha capacidad,
jamás podemos traspasar la frontera de la experiencia posible, cosa que constituye precisamente
la tarea más esencial de esa ciencia. Pero en ello mismo reside la prueba indirecta
de la verdad del resultado de aquella primera apreciación de nuestro conocimiento
racional a priori, a saber, que éste sólo se refiere a fenómenos y que deja, en cambio, la
cosa en sí como no conocida por nosotros, a pesar de ser real por sí misma. Pues lo que
nos impulsa ineludiblemente a traspasar los límites de la experiencia y de todo fenómeno
es lo incondicionado que la razón, necesaria y justificadamente, exige a todo lo que
de condicionado hay en las cosas en sí, reclamando de esta forma la serie completa de
las condiciones. Ahora bien, suponiendo que nuestro conocimiento empírico se rige por
los objetos en cuanto cosas en sí, se descubre que lo incondicionado no puede pensarse
sin contradicción; por el contrario, suponiendo que nuestra representación de las cosas,
tal como nos son dadas, no se rige por éstas en cuanto cosas en sí, sino que más bien
esos objetos, en cuanto fenómenos, se rigen por nuestra forma de representación, desaparece
la contradicción. Si esto es así y si, por consiguiente, se descubre que lo incondicionado
no debe hallarse en las cosas en cuanto las conocemos (en cuanto nos son
dadas), pero sí, en cambio, en las cosas en cuanto no las conocemos, en cuanto cosas en
sí, entonces se pone de manifiesto que lo que al comienzo admitíamos a título de ensayo
se halla justificado kk. Nos queda aún por intentar, después de haber sido negado a la
razón especulativa todo avance en el terreno suprasensible, si no se encuentran datos en
su conocimiento práctico para determinar aquel concepto racional y trascendente de lo
incondicionado y sobrepasar, de ese modo, según el deseo de la metafísica, los límites
de toda experiencia posible con nuestro conocimiento a priori, aunque sólo desde un
punto de vista práctico. Con este procedimiento la razón especulativa siempre nos ha
dejado, al menos, sitio para tal ampliación, aunque tuviera que ser vacío. Tenemos, pues,
libertad para llenarlo. Estamos incluso invitados por la razón a hacerlo, si podemos, con
sus datos prácticos.

Esa tentativa de transformar el procedimiento hasta ahora empleado por la metafísica,
efectuando en ella una completa revolución de acuerdo con el ejemplo de los
geómetras y los físicos, constituye la tarea de esta crítica de la razón pura especulativa.
Es un tratado sobre el método, no un sistema sobre la ciencia misma. Traza, sin embargo,
el perfil entero de ésta, tanto respecto de sus límites como respecto de toda su articulación interna. Pues lo propio de la razón pura especulativa consiste en que puede y debe
medir su capacidad según sus diferentes modos de elegir objetos de pensamiento, en que
puede y debe enumerar exhaustivamente las distintas formas de proponerse tareas y
bosquejar así globalmente un sistema de metafísica. Por lo que toca a lo primero, en
efecto, nada puede añadirse a los objetos, en el conocimiento a priori, fuera de lo que el
sujeto pensante toma de sí mismo. Por lo que se refiere a lo segundo, la razón constituye,
con respecto a los principios del conocimiento, una unidad completamente separada,
subsistente por sí misma, una unidad en la que, como ocurre en un cuerpo organizado,
cada miembro trabaja en favor de todos los demás y éstos, a su vez, en favor de los
primeros; ningún principio puede tomarse con seguridad desde un único aspecto sin
haber investigado, a la vez, su relación global con todo el uso puro de la razón. A este
respecto, la metafísica tiene una suerte singular, no otorgada a ninguna de las otras
ciencias racionales que se ocupan de objetos (pues la lógica sólo estudia la forma del
pensamiento en general). Esta suerte consiste en lo siguiente: si, mediante la presente
crítica, la metafísica se inserta en el camino seguro de la ciencia, puede abarcar perfectamente
todo el campo de los conocimientos que le pertenecen; con ello terminaría su
obra y la dejaría, para uso de la posteridad, como patrimonio al que nada podría añadirse,
ya que sólo se ocupa de principios y de las limitaciones de su uso, limitaciones que
vienen determinadas por esos mismos principios. Por consiguiente, está también obligada,
como ciencia fundamental, a esa completud y de ella ha de poder decirse: nil actum
reputans, si quid superesset agendum.

Se preguntará, sin embargo, ¿qué clase de tesoro es éste que pensamos legar a la
posteridad con semejante metafísica depurada por la crítica, pero relegada por ello mismo,
a un estado de inercia? Si se echa una ligera ojeada a esta obra se puede quizá entender
que su utilidad es sólo negativa: nos advierte que jamás nos aventuremos a traspasar
los límites de la experiencia con la razón especulativa. Y, efectivamente, ésta es su
primera utilidad. Pero tal utilidad se hace inmediatamente positiva cuando se reconoce
que los principios con los que la razón especulativa sobrepasa sus límites no constituyen,
de hecho, una ampliación, sino que, examinados de cerca, tienen como resultado
indefectible una reducción de nuestro uso de la razón, ya que tales principios amenazan
realmente con extender de forma indiscriminada los límites de la sensibilidad, a la que
de hecho pertenecen, e incluso con suprimir el uso puro (práctico) de la razón. De ahí
que una crítica que restrinja la razón especulativa sea, en tal sentido, negativa, pero, a la
vez, en la medida en que elimina un obstáculo que reduce su uso práctico o amenaza
incluso con suprimirlo, sea realmente de tan positiva e importante utilidad. Ello se ve
claro cuando se reconoce que la razón pura tiene un uso práctico (el moral) absolutamente
necesario, uso en el que ella se ve inevitablemente obligada a ir más allá de los
límites de la sensibilidad. Aunque para esto la razón práctica no necesita ayuda de la
razón especulativa, ha de estar asegurada contra la oposición de ésta última, a fin de no
caer en contradicción consigo misma. Negar a esta labor de la crítica su utilidad positiva
equivaldría a afirmar que la policía no presta un servicio positivo por limitarse su tarea
primordial a impedir la violencia que los ciudadanos pueden temer unos de otros, a fin
de que cada uno pueda dedicarse a sus asuntos en paz y seguridad. En la parte analítica
de la crítica se demuestra: que el espacio y el tiempo son meras formas de la intuición
sensible, es decir, simples condiciones de la existencia de las cosas en cuanto fenómenos;
que tampoco poseemos conceptos del entendimiento ni, por tanto, elementos para
conocer las cosas sino en la medida en que puede darse la intuición correspondiente a
tales conceptos; que, en consecuencia, no podemos conocer un objeto como cosa en sí
misma, sino en cuanto objeto de la intuición empírica, es decir, en cuanto fenómeno. De
ello se deduce que todo posible conocimiento especulativo de la razón se halla limitado
a los simples objetos de la experiencia. No obstante, hay que dejar siempre a salvo —y
ello ha de tenerse en cuenta— que, aunque no podemos conocer esos objetos como
cosas en sí mismas, sí ha de sernos posible, al menos, pensarlos. De lo contrario, se
seguiría la absurda proposición de que habría fenómeno sin que nada se manifestara.
Supongamos ahora que no se ha hecho la distinción, establecida como necesaria en
nuestra crítica, entre cosas en cuanto objeto de experiencia y esas mismas cosas en
cuanto cosas en sí. En este caso habría que aplicar a todas las cosas, en cuanto causas
eficientes, el principio de causalidad y, consiguientemente, el mecanismo para determinarla.
En consecuencia, no podríamos, sin incurrir en una evidente contradicción, decir
de un mismo ser, por ejemplo del alma humana, que su voluntad es libre y que, a la vez,
esa voluntad se halla sometida a la necesidad natural, es decir, que no es libre. En efecto,
se habría empleado en ambas proposiciones la palabra «alma» exactamente en el mismo
sentido, a saber, como cosa en general (como cosa en sí misma). Sin una crítica previa,
no podía emplearse de otra forma. Pero si la crítica no se ha equivocado al enseñarnos a
tomar el objeto en dos sentidos, a saber, como fenómeno y como cosa en sí; si la deducción
de sus conceptos del entendimiento es correcta y, por consiguiente, el principio de
causalidad se aplica únicamente a las cosas en el primer sentido, es decir, en cuanto
objetos de la experiencia, sin que le estén sometidas, en cambio, esas mismas cosas en el
segundo sentido; si eso es así, entonces se considera la voluntad en su fenómeno (en las
acciones visibles) como necesariamente conforme a las leyes naturales y, en tal sentido,
como no libre, pero, por otra parte, esa misma voluntad es considerada como algo perteneciente
a una cosa en sí misma y no sometida a dichas leyes, es decir, como libre, sin
que se dé por ello contradicción alguna. No puedo, es cierto, conocer mi alma desde este
último punto de vista por medio de la razón especulativa (y menos todavía por medio de
la observación empírica) ni puedo, por tanto, conocer la libertad como propiedad de un
ser al que atribuyo efectos en el mundo sensible. No puedo hacerlo porque debería
conocer dicho ser como determinado en su existencia y como no determinado en el
tiempo (lo cual es imposible, al no poder apoyar mi concepto en ninguna intuición).
Pero sí puedo, en cambio, concebir la libertad; es decir, su representación no encierra en
sí contradicción ninguna si se admite nuestra distinción crítica entre los dos tipos de
representación (sensible e intelectual) y la limitación que tal distinción implica en los
conceptos puros del entendimiento, así como también, lógicamente, en los principios
que de ellos derivan. Supongamos ahora que la moral presupone necesariamente la
libertad (en el más estricto sentido) como propiedad de nuestra voluntad, por introducir
a priori, como datos de la razón, principios prácticos originarios que residen en ella y
que serían absolutamente imposibles de no presuponerse la libertad. Supongamos también
que la razón especulativa ha demostrado que la libertad no puede pensarse. En este
caso, aquella suposición referente a la moral tiene que ceder necesariamente ante esta
otra, cuyo opuesto encierra una evidente contradicción. Por consiguiente, la libertad, y
con ella la moralidad (puesto que lo contrario de ésta no implica contradicción alguna,
si-no hemos supuesto de antemano la libertad) tendrían que abandonar su puesto en
favor del mecanismo de la naturaleza. Ahora bien, la moral no requiere sino que la
libertad no se contradiga a sí misma, que sea al menos pensable sin necesidad de examen
más hondo y que, por consiguiente, no ponga obstáculos al mecanismo natural del
mismo acto (considerado desde otro punto de vista). Teniendo en cuenta estos requisitos,
tanto la doctrina de la moralidad como la de la naturaleza mantienen sus posiciones,
cosa que no hubiera sido posible si la crítica no nos hubiese enseñado previamente
nuestra inevitable ignorancia respecto de las cosas en sí mismas ni hubiera limitado
nuestras posibilidades de conocimiento teórico a los simples fenómenos. Esta misma
explicación sobre la positiva utilidad de los principios críticos de la razón pura puede
ponerse de manifiesto respecto de los conceptos de Dios y de la naturaleza simple de
nuestra alma. Sin embargo, no lo voy a hacer aquí por razones de brevedad. Ni siquiera
puedo, pues, aceptar a Dios, la libertad y la inmortalidad en apoyo del necesario uso
práctico de mi razón sin quitar, a la vez, a la razón especulativa su pretensión de conocimientos
exagerados. Pues ésta última tiene que servirse, para llegar a tales conocimientos,
de unos principios que no abarcan realmente más que los objetos de experiencia
posible. Por ello, cuando, a pesar de todo, se los aplica a algo que no puede ser objeto
de experiencia, de hecho convierten ese algo en fenómeno y hacen así imposible toda
extensión práctica de la razón pura. Tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a
la. fe, y el dogmatismo de la metafísica, es decir, el prejuicio de que se puede avanzar en
ella sin una crítica de la razón pura, constituye la verdadera fuente de toda incredulidad,
siempre muy dogmática, que se opone a la moralidad. Aunque no es, pues, muy difícil
legar a la posteridad una metafísica sistemática, concebida de acuerdo con la crítica de la
razón pura, sí constituye un regalo nada desdeñable. Repárese simplemente en la cultura
de la razón avanzando sobre el camino seguro de la ciencia en general en comparación
con su gratuito andar a tientas y con su irreflexivo vagabundeo cuando prescinde de la
crítica. O bien obsérvese cómo emplea mejor el tiempo una juventud deseosa de saber,
una juventud que recibe del dogmatismo ordinario tan numerosos y tempranos estímulos,
sea para sutilizar cómodamente sobre cosas de las que nada entiende y de las que
nunca —ni ella ni nadie— entenderá nada, sea incluso para tratar de descubrir nuevos
pensamientos y opiniones y para descuidar así el aprendizaje de las ciencias rigurosas.
Pero considérese, sobre todo, el inapreciable interés que tiene el terminar para siempre,
al modo socrático, es decir, poniendo claramente de manifiesto la ignorancia del adversario,
con todas las objeciones a la moralidad y a la religión. Pues siempre ha habido y
seguirá habiendo en el mundo alguna metafísica, pero con ella se encontrará también
una dialéctica de la razón pura que le es natural. El primero y más importante asunto de
la filosofía consiste, pues, en cortar, de una vez por todas, el perjudicial influjo de la
metafísica taponando la fuente de los errores.

A pesar de esta importante modificación en el campo de las ciencias y de la
pérdida que la razón especulativa ha de soportar en sus hasta ahora pretendidos dominios,
queda en el mismo ventajoso estado en que estuvo siempre todo lo referente a los
intereses humanos en general y a la utilidad que el mundo extrajo hasta hoy de las enseñanzas
de la razón. La pérdida afecta sólo al monopolio de las escuelas, no a los intereses
de los hombres. Yo pregunto a los más inflexibles dogmáticos si, una vez abandonada
la escuela, las demostraciones, sea de la pervivencia del alma tras la muerte a partir
de la demostración de la simplicidad de la sustancia, sea de la libertad de la voluntad
frente al mecanismo general por medio de las distinciones sutiles, pero impotentes, entre
necesidad práctica subjetiva y objetiva, sea de la existencia de Dios desde el concepto de
un ente realísimo (de la contingencia de lo mudable y de la necesidad de un primer
motor), han sido alguna vez capaces de llegar al gran público y ejercer la menor influencia
en sus convicciones. Si, por el contrario, en lo que se refiere a la pervivencia del
alma, es únicamente la disposición natural, observable en cada hombre y consistente en
la imposibilidad de que las cosas temporales (en cuanto insuficientes respecto de las
potencialidades del destino entero del hombre) le satisfagan plenamente, lo que ha producido
la esperanza de una vida futura; si, por lo que atañe a la libertad, la conciencia de
ésta se debe sólo a la clara exposición de las obligaciones en oposición a todas las exigencias
de las inclinaciones; si, finalmente, en lo que afecta a la existencia de Dios, es
sólo el espléndido orden, la belleza y el cuidado que aparecen por doquier en la naturaleza
lo que ha motivado la fe en un grande y sabio creador del mundo, convicciones las
tres que se extienden entre la gente en cuanto basadas en motivos racionales; si todo ello
es así, entonces estas posesiones no sólo continuarán sin obstáculos, sino que aumentarán
su crédito cuando las escuelas aprendan, en un punto que afecta a los intereses
humanos en general, a no arrogarse un conocimiento más elevado y extenso que el tan
fácilmente alcanzable por la gran mayoría (para nosotros digna del mayor respeto) y,
consiguientemente, a limitarse a cultivar esas razones probatorias universalmente comprensibles
y que, desde el punto de vista moral, son suficientes. La mencionada transformación
sólo se refiere, pues, a las arrogantes pretensiones de las escuelas que quisieran
seguir siendo en este terreno (como lo son, con razón, en otros muchos) los exclusivos
conocedores y guardadores de unas verdades de las que no comunican a la gente
más que el uso, reservando para sí la clave (quod mecum nescit, solus vult scire vidert).
Se atiende, no obstante, a una pretensión más razonable del filósofo especulativo. Este
sigue siendo el exclusivo depositario de una ciencia que es útil a la gente, aunque ésta no
lo sepa, a saber, la crítica de la razón. Esta crítica, en efecto, nunca puede convertirse en
popular. Pero tampoco lo necesita. Pues del mismo modo que no penetran en la mente
del pueblo los argumentos perfectamente trabados en favor de verdades útiles, tampoco
llegan a ella las igualmente sutiles objeciones a dichos argumentos. Por el contrario, la
escuela, así como toda persona que se eleve a la especulación, acude inevitablemente a
los argumentos y a las objeciones. Por ello está obligada a prevenir, de una vez por
todas, por medio de una rigurosa investigación de los derechos de la razón especulativa,
el escándalo que estallará, tarde o temprano, entre el mismo pueblo, debido a las disputas
sin crítica en las que se enredan fatalmente los metafísicos (y, en calidad de tales,
también, finalmente, los clérigos) y que falsean sus propias doctrinas. Sólo a través de la
crítica es posible cortar las mismas raíces del materialismo, del fatalismo, del ateísmo,
de la incredulidad librepensadora, del fanatismo y la superstición, todos los cuales
pueden ser nocivos en general, pero también las del idealismo y del escepticismo, que
son más peligrosos para las escuelas y que difícilmente pueden llegar a las masas.
Si los gobiernos creen oportuno intervenir en los asuntos de los científicos, sería
más adecuado a su sabia tutela, tanto respecto de las ciencias como respecto de los
hombres, el favorecer la libertad de semejante crítica, único medio de establecer los
productos de la razón sobre una base firme, que el apoyar el ridículo despotismo de unas
escuelas que levantan un griterío sobre los peligros públicos cuando se rasgan las telarañas
por ellas tejidas, a pesar de que la gente nunca les ha hecho caso y de que, por tanto,
tampoco puede sentir su pérdida.

La crítica no se opone al procedimiento dogmático de la razón en el conocimiento
puro de ésta en cuanto ciencia (pues la ciencia debe ser siempre dogmática, es decir,
debe demostrar con rigor a partir de principios a priori seguros), sino al dogmatismo, es
decir, a la pretensión de avanzar con puros conocimientos conceptuales (los filosóficos)
conformes a unos principios —tal como la razón los viene empleando desde hace mucho
tiempo—, sin haber examinado el modo ni el derecho con que llega a ellos. El dogmatismo
es, pues, el procedimiento dogmático de la razón pura sin previa crítica de su
propia capacidad. Esta contraposición no quiere, pues, hablar en favor de la frivolidad
charlatana bajo el nombre pretencioso de popularidad o incluso en favor del escepticismo,
que despacha la metafísica en cuatro palabras. Al contrario, la crítica es la necesaria
preparación previa para promover una metafísica rigurosa que, como ciencia, tiene que
desarrollarse necesariamente de forma dogmática y, de acuerdo con el más estricto
requisito, sistemática, es decir, conforme a la escuela (no popular). Dado que la metafísica
se compromete a realizar su tarea enteramente a priori y, consiguientemente, a
entera satisfacción de la razón especulativa, es imprescindible la exigencia mencionada
en último lugar. Así, pues, para llevar a cabo el plan que la crítica impone, es decir, para
el futuro sistema de metafísica, tenemos que seguir el que fue riguroso método del célebre
Wolf, el más grande de los filósofos dogmáticos y el primero que dio un ejemplo
(gracias al cual fue el promotor en Alemania del todavía no extinguido espíritu de rigor)
de cómo el camino seguro de la ciencia ha de emprenderse mediante el ordenado establecimiento
de principios, la clara determinación de los conceptos, la búsqueda del rigor
en las demostraciones y la evitación de saltos atrevidos en las deducciones. Wolf estaba,
por ello mismo, especialmente capacitado para situar la metafísica en ese estado de
ciencia. Sólo le faltó la idea de preparar previamente el terreno mediante una crítica del
órgano, es decir, de la razón pura. Este defecto hay que atribuirlo al modo de pensar
dogmático de su tiempo, más que a él mismo. Pero sobre tal modo de pensar, ni los
filósofos de su época ni los de todas las anteriores tienen derecho a hacerse reproches
mutuos. Quienes rechazan el método de Wolf y el proceder de la crítica de la tazón pura
a un tiempo no pueden intentar otra cosa que desentenderse de los grillos de la ciencia,
convertir el trabajo en juego, la certeza en opinión y la filosofía en filodoxia.
Por lo que a esta segunda edición se refiere, no he dejado pasar la oportunidad,
como es justo, de vencer, en lo posible, las dificultades y la oscuridad de las que hayan
podido derivarse los malentendidos que algunos hombres agudos han encontrado al
juzgar este libro, no sin culpa mía quizá. No he observado nada que cambiar en las
proposiciones y en sus demostraciones, así como en la forma y la completud del plan.
Ello se debe, por una parte, a que esta edición ha sido sometida a un prolijo examen
antes de presentarla1 al público y, por otra, al mismo carácter del asunto, es decir, a la
naturaleza de una razón pura especulativa. Esta posee una auténtica estructura en la que
todo es órgano, esto es, una estructura en la que el todo está al servicio de cada parte y
cada parte al servicio del todo. Por consiguiente, la más pequeña debilidad, sea una falta
(error) o un defecto, tiene que manifestarse ineludiblemente en el uso. Este sistema se
mantendrá inmodificado, según espero, en el futuro. No es la vanidad la que me inspira
tal confianza, sino simplemente la evidencia que ofrece el comprobar la igualdad de
resultado, tanto si se parte de los elementos más pequeños para llegar al todo de la razón
pura, como si se retrocede desde el todo (ya que también éste está dado por sí mismo a
través de la intención final en lo práctico) hacia cada parte. Pues el ‘mero intento de
modificar la parte más pequeña produce inmediatamente contradicciones, no sólo en el
sistema, sino en la razón humana en general. Ahora bien, queda mucho que hacer en la
exposición. En la presente edición, he intentado introducir correcciones que remediaran
el malentendido de la estética, especialmente el relativo al concepto de tiempo; la oscuridad
en la deducción de los conceptos del entendimiento; la supuesta falta de evidencia
suficiente en las pruebas de los principios del entendimiento puro y, finalmente, la falsa
interpretación de los paralogismos introducidos en la psicología racional. Hasta aquí
únicamente (es decir, sólo hasta el final del primer capítulo de la dialéctica trascendental),
se extienden mis modificaciones en el modo de exposición. En efecto, el tiempo
era demasiado corto y, por lo que se refiere al resto, no he hallado ningún malentendido
de parte de los críticos competentes e imparciales. Aunque no puedo mencionar a éstos
elogiándolos como se merecen, reconocerán por sí mismos la atención que he prestado a
sus observaciones en los pasajes revisados. De cara al lector, sin embargo, esta corrección
ha traído consigo una pequeña pérdida que no podía evitarse sin hacer el libro
demasiado voluminoso. Es decir, algunas cosas que, aun no siendo esenciales para la
completud del conjunto, pueden ser echadas de menos por algunos lectores, dada su
posible utilidad desde otro punto de vista, han tenido que ser suprimidas o abreviadas
para dar cabida a una exposición que es ahora, según confío, más inteligible. Aunque, en
el fondo, no he cambiado nada de lo que afecta a las proposiciones y a sus pruebas, el
método de presentación se aparta a veces tanto del empleado en la edición anterior, que
no ha sido posible desarrollarlo a base de interpolaciones. De todos modos, esta pequeña
pérdida, que puede remediar cada uno por su cuenta consultando la primera edición, se
verá compensada con creces, según espero, por una mayor claridad en esta nueva edición.
Me ha complacido gratamente el observar, a través de diferentes escritos públicos
(sea en la recensión de algunos libros, sea en tratados especiales), que no ha muerto en
Alemania el espíritu de profundidad, sino que simplemente ha permanecido por breve
tiempo acallado por el griterío de una moda con pretensiones de genialidad en su libertad
de pensamiento. Igualmente me ha complacido el comprobar que los espinosos
senderos de la crítica que conducen a una ciencia de la razón pura sistematizada —única
ciencia duradera y, por ello mismo, muy necesaria— no ha impedido que algunas cabezas
claras y valientes llegaran a dominarla. Dejo a esos hombres meritorios, que de
modo tan afortunado unen a su profundidad de conocimiento el talento de exponer con
luminosidad (talento del que precisamente no sé si soy poseedor), la tarea de completar
mi trabajo, que sigue teniendo quizá algunas deficiencias en lo que afecta a la exposición.
Pues en este caso no hay peligro de ser refutado, pero sí de no ser entendido. Por
mi parte, no puedo, de ahora en adelante, entrar en controversias, aunque tendré cuidadosamente
en cuenta todas la insinuaciones, vengan de amigos o de adversarios, para
utilizarlas, de acuerdo con esta propedéutica, en la futura elaboración del sistema. Dado
que al realizar estos trabajos he entrado ya en edad bastante avanzada (cumpliré este mes
64 años), me veo obligado a ahorrar tiempo, si quiero terminar mi plan de suministrar la
metafísica de la naturaleza, por una parte, y la de las costumbres, por otra, como prueba
de la corrección tanto de la crítica de la razón especulativa como de la crítica de la razón
práctica. Por ello tengo que confiar a los meritorios hombres que han hecho suya esta
obra la aclaración de sus oscuridades —casi inevitables al comienzo— y la defensa de la
misma como conjunto. Aunque todo discurso filosófico tiene puntos vulnerables (pues
no es posible presentarlo tan acorazado como lo están las matemáticas), la estructura del
sistema, considerada como unidad, no corre ningún peligro. Son pocos los que poseen la
suficiente agilidad de espíritu para apreciar en su conjunto dicho sistema, cuando es
nuevo, y son todavía menos los que están dispuestos a hacerlo porque toda innovación
les parece inoportuna. Igualmente pueden descubrirse aparentes contradicciones en todo
escrito, especialmente en el que se desarrolla como discurso libre, cuando se confrontan
determinados pasajes desgajados de su contexto. A los ojos de quienes se dejan llevar
por los juicios de otros, tales contradicciones proyectan sobre dicho escrito una luz
desfavorable. Por el contrario, esas mismas contradicciones son muy fáciles de resolver
para quien domina la idea en su conjunto. De todos modos, cuando una teoría tiene
consistencia por sí misma, las acciones y reacciones que la amenazaban inicialmente con
gran peligro vienen a convertirse, con los años, en medios para limar sus desigualdades
e incluso para proporcionarle en poco tiempo la elegancia indispensable, siempre que
haya personas imparciales, inteligentes y verdaderamente populares que se dediquen a
ello.

Konigsberg, abril de 1787.

Introducción, B1 - B30

I. DISTINCIÓN ENTRE EL CONOCIMIENTO PURO Y EL EMPÍRICO.

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia.
Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante
objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones,
ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas
representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia
bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede
a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.

Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso
procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento
empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y
de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las
impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto
de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese
hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.
Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas
de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si
existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones
de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico,
que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia.

De todas formas, la expresión a priori no es suficientemente concreta para caracterizar
por entero el sentido de la cuestión planteada. En efecto, se suele decir de
algunos conocimientos derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar
de ellos o de obtenerlos a priori, ya que no los derivamos inmediatamente de la experiencia,
sino de una regla universal que sí es extraída, no obstante, de la experiencia.
Así, decimos que alguien que ha socavado los cimientos de su casa puede saber a priori
que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la experiencia de su caída de hecho. Sin
embargo, ni siquiera podría saber esto enteramente a priori, pues debería conocer de
antemano, por experiencia, que los cuerpos son pesados y que, consiguientemente, se
caen cuando se les quita el soporte.

En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente
independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella
experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible aposteriori,
es decir, mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de
puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición
«Todo cambio tiene su causa» es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto
que sólo puede extraerse de la experiencia.


II. ESTAMOS EN POSESIÓN DE DETERMINADOS CONOCIMIENTOS
A PRIORI QUE SE HALLAN INCLUSO EN EL ENTENDIMIENTO COMÚN.


Se trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento
puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras
características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se encuentra,
en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria,
tenemos un juicio a priori. Si, además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición
necesaria, entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar,
la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, sino
simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente:
de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción
alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta
universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de
la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no
es, pues, más que una arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la
mayoría de los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la
proposición «Todos los cuerpos son pesados». Por el contrario, en un juicio que posee
esencialmente universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de conocimiento,
es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son,
pues, criterios seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados
entre sí. Pero, dado que en su aplicación es, de vez en cuando, más fácil señalar la limitación
empírica de los juicios que su contingencia, o dado que a veces es más convincente
mostrar la ilimitada universalidad que atribuimos a un juicio que la necesidad del
mismo, es aconsejable servirse por separado de ambos criterios, cada uno de los cuales
es por sí solo infalible.

Es fácil mostrar que existen realmente en el conocimiento humano semejantes
juicios necesarios y estrictamente universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos
un ejemplo de las ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones de
las matemáticas. Si queremos un ejemplo extraído del uso más ordinario del entendimiento,
puede servir la proposición «Todo cambio ha de tener una causa». Efectivamente,
en ésta última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de
necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla, que dicho
concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo Hume, de una
repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la costumbre (es decir, de
una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal asociación, de enlazar representaciones.
Podríamos también, sin acudir a tales ejemplos para demostrar que existen en nuestro
conocimiento principios puros a priori, mostrar que éstos son indispensables para
que sea posible la experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues
¿de dónde sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las
cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes? De ahí que difícilmente podamos
considerar tales reglas como primeros principios. A este respecto nos podemos
dar por satisfechos con haber establecido como un hecho el uso puro de nuestra facultad
de conocer y los criterios de este uso. Pero no solamente encontramos un origen a priori
entre juicios, sino incluso entre algunos conceptos. Eliminemos gradualmente de nuestro
concepto empírico de cuerpo todo lo que tal concepto tiene de empírico: el color, la
dureza o blandura, el peso, la misma impenetrabilidad. Queda siempre el espacio que
dicho cuerpo (desaparecido ahora totalmente) ocupaba. No podemos eliminar este espacio.
Igualmente, si en el concepto empírico de un objeto cualquiera, corpóreo o incorpó-
reo, suprimimos todas las propiedades que nos enseña la experiencia, no podemos, de
todas formas, quitarle aquélla mediante la cual pensamos dicho objeto como sustancia o
como inherente a una sustancia, aunque este concepto sea más determinado que el de
objeto en general. Debemos, pues, confesar, convencidos por la necesidad con que el
concepto de sustancia se nos impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a
priori.


III. LA FILOSOFÍA NECESITA UNA CIENCIA QUE DETERMINE LA
POSIBILIDAD, LOS PRINCIPIOS Y LA EXTENSIÓN DE TODOS LOS
CONOCIMIENTOS A PRIORI.

Más importancia [que todo lo anterior] tiene el hecho de que algunos conocimientos
abandonen incluso el campo de toda experiencia posible y posean la apariencia
de extender nuestros juicios más allá de todos los límites de la misma por medio de
conceptos a los que ningún objeto empírico puede corresponder.
Y es precisamente en estos últimos conocimientos que traspasan el mundo de los
sentidos y en los que la experiencia no puede proporcionar ni guía ni rectificación donde
la razón desarrolla aquellas investigaciones que, por su importancia, nosotros consideramos
como más sobresalientes y de finalidad más relevante que todo cuanto puede
aprender el entendimiento en el campo fenoménico. Por ello preferimos afrontarlo todo,
auna riesgo de equivocarnos, antes que abandonar tan urgentes investigaciones por falta
de resolución, por desdén o por indiferencia. [Estos inevitables problemas de la misma
razón pura son: Dios, la libertad y la inmortalidad. Pero la ciencia que, con todos sus
aprestos, tiene por único objetivo final el resolverlos es la metafísica. Esta ciencia procede
inicial mente de forma dogmática, es decir, emprende confiadamente la realización
de una tarea tan ingente sin analizar de antemano la capacidad o incapacidad de la razón
para llevarla a cabo.]

Ahora bien, parece natural que, una vez abandonada la experiencia, no se levante
inmediatamente un edificio a base de conocimientos cuya procedencia ignoramos y a
cuenta de principios de origen desconocido, sin haberse cerciorado previamente de su
fundamentación mediante un análisis cuidadoso. Parece obvio, por tanto, que [más bien]
debería suscitarse antes la cuestión relativa a cómo puede el entendimiento adquirir
todos esos conocimientos a priori y a cuáles sean la extensión, la legitimidad y el valor
de los mismos. De hecho, nada hay más natural, si por la palabra natural2 se entiende lo
que se podría razonablemente esperar que sucediera. Pero, si por natural entendemos lo
que normalmente ocurre, nada hay más natural ni comprensible que el hecho de que esa
investigación haya quedado largo tiempo desatendida. Pues una parte de dichos conocimientos,
[como] los de la matemática, gozan de confianza desde hace mucho, y por ello
hacen concebir a otros conocimientos halagüeñas perspectivas, aunque éstos otros sean
de naturaleza completamente distinta. Además, una vez traspasado el círculo de la experiencia,
se tiene la plena seguridad de no ser refutado por ella. Es tan grande la atracción
que sentimos por ampliar nuestros conocimientos, que sólo puede parar nuestro avance
el tropiezo con una contradicción evidente. Pero tal contradicción puede evitarse por el
simple medio de elaborar con cautela las ficciones, que no por ello dejan de serlo. Las
matemáticas nos ofrecen un ejemplo brillante de lo lejos que podemos llegar en el conocimiento
a priori prescindiendo de la experiencia. Efectivamente, esta disciplina sólo se
ocupa de objetos y de conocimientos en la medida en que sean representables en la
intuición. Pero tal circunstancia es fácilmente pasada por alto, ya que esa intuición
puede ser, a su vez, dada a priori, con lo cual apenas se distingue de un simple concepto
puro. Entusiasmada con semejante prueba del poder de la razón, nuestra tendencia a
extender el conocimiento no reconoce límite ninguno. La ligera paloma, que siente la
resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho
mejor aún en un espacio vacío. De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los
sentidos, por imponer límites tan estrechos1 al entendimiento. Platón se atrevió a ir más
allá de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas de las
ideas. No se dio cuenta de que, con todos sus esfuerzos, no avanzaba nada, ya que no
tenía punto de apoyo, por así decirlo, no tenía base donde sostenerse y donde aplicar sus
fuerzas para hacer mover el entendimiento. Pero suele ocurrirle a la razón humana que
termina cuanto antes su edificio en la especulación y no examina hasta después si los
cimientos tienen el asentamiento adecuado. Se recurre entonces a toda clase de pretextos
que nos aseguren de su firmeza o que [incluso] nos dispensen [más bien] de semejante
examen tardío y peligroso. Pero lo que nos libra de todo cuidado y de toda sospecha
mientras vamos construyendo el edificio y nos halaga con una aparente solidez es lo
siguiente: una buena parte —tal vez la mayor— de las tareas de nuestra razón consiste
en analizar los conceptos que ya poseemos de los objetos. Esto nos proporciona muchos
conocimientos que, a pesar de no ser sino ilustraciones o explicaciones de algo ya pensado
en nuestros conceptos (aunque todavía de forma confusa), son considerados, al
menos por su forma, como nuevas ideas, aunque por su materia o contenido no amplíen,
sino que simplemente detallen, los conceptos que poseemos. Ahora bien, dado que con
este procedimiento obtenemos un verdadero conocimiento a prior¡ que avanza con
seguridad y provecho, la razón, con tal pretexto, introduce inadvertidamente afirmaciones
del todo distintas, afirmaciones en las que la razón añade conceptos enteramente
extraños a los ya dados [y, además, lo hace] a priori, sin que se sepa cómo los añade y
sin permitir siquiera que se plantee este cómo. Por ello quiero tratar, desde el principio,
de la diferencia de estas dos especies de conocimiento.


IV. DISTINCIÓN ENTRE LOS JUICIOS ANALÍTICOS Y LOS SINTÉTICOS.


En todos los juicios en los que se piensa la relación entre un sujeto y un predicado
(me refiero sólo a los afirmativos, pues la aplicación de los negativos es fácil [después]),
tal relación puede tener dos formas: o bien el predicado B pertenece al sujeto A
como algo que está (implícitamente) contenido en el concepto A, o bien B se halla completamente
fuera del concepto A, aunque guarde con él alguna conexión.

En el primer caso llamo al juicio analítico; en el segundo, sintético. Los juicios
analíticos (afirmativos) son, pues, aquellos en que se piensa el lazo entre predicado y
sujeto mediante la identidad; aquellos en que se piensa dicho lazo sin identidad se llamarán
sintéticos. Podríamos también denominar los primeros juicios explicativos, y
extensivos los segundos, ya que aquéllos no añaden nada al concepto del sujeto mediante
el predicado, sino que simplemente lo descomponen en sus conceptos parciales, los
cuales eran ya pensados en dicho concepto del sujeto (aunque de forma confusa). Por el
contrario, los últimos añaden al concepto del sujeto un predicado que no era pensado en
él ni podía extraerse de ninguna descomposición suya. Si digo, por ejemplo: «Todos los
cuerpos son extensos», tenemos un juicio analítico. En efecto, no tengo necesidad de ir
más allá del concepto que ligo a «cuerpo»2 para encontrar la extensión como enlazada
con él. Para hallar ese predicado, no necesito sino descomponer dicho concepto, es
decir, adquirir conciencia de la multiplicidad que siempre pienso en él. Se trata, pues, de
un juicio analítico. Por el contrario, si digo «Todos los cuerpos son pesados», el predicado
constituye algo completamente distinto de lo que pienso en el simple concepto de
cuerpo en general. Consiguientemente, de la adición de semejante predicado surge un
juicio sintético.

Los juicios de experiencia, como tales, son todos sintéticos. En efecto, sería absurdo
fundar un juicio analítico en la experiencia, ya que para formularlo no tengo que
salir de mi concepto. No me hace falta, pues, ningún testimonio de la experiencia. «Un
cuerpo es extenso» es una proposición que se sostiene apriori, no un juicio de experiencia,
pues ya antes de recurrir a la experiencia tengo en el concepto de cuerpo todos los
requisitos exigidos por el juicio. Sólo de tal concepto puedo extraer el predicado, de
acuerdo con el principio de contradicción, y, a la vez, sólo él me hace adquirir conciencia
de la necesidad del juicio, necesidad que jamás me enseñaría la experiencia. Por el
contrario, aunque no incluya el predicado «pesado» en el concepto de cuerpo en general,
dicho concepto designa un objeto de experiencia mediante una parte de ella. A esta parte
puedo añadir, pues, otras partes como pertenecientes a la experiencia anterior. Puedo
reconocer de antemano el concepto de cuerpo analíticamente mediante las propiedades
de extensión, impenetrabilidad, figura, etc., todas las cuales son pensadas en dicho
concepto. Pero ampliando ahora mi conocimiento y volviendo la mirada hacia la experiencia
de la que había extraído este concepto de cuerpo, encuentro que el peso va siempre
unido a las mencionadas propiedades y, consiguientemente, lo añado a tal concepto
como predicado sintético. La posibilidad de la síntesis del predicado «pesado» con el
concepto de cuerpo se basa, pues, en la experiencia, ya que, si bien ambos conceptos no
están contenidos el uno en el otro, se hallan en mutua correspondencia, aunque sólo
fortuitamente, como partes de un todo, es decir, como partes de una experiencia que
constituye, a su vez, una conexión sintética entre las intuiciones.

En el caso de los juicios sintéticos a priori, nos falta esa ayuda enteramente. ¿En
qué me apoyo y qué es lo que hace posible la síntesis si quiero ir más allá del concepto
A para reconocer que otro concepto B se halla ligado al primero, puesto que en
este caso no tengo la ventaja de acudir a la experiencia para verlo? Tomemos la proposición:
«Todo lo que sucede tiene su causa». En el concepto «algo que sucede» pienso,
desde luego, una existencia a la que precede un tiempo, etc., y de tal concepto pueden
desprenderse juicios analíticos. Pero el concepto de causa [se halla completamente fuera
del concepto anterior e] indica algo distinto de «lo que sucede»; no está, pues1, contenido
en esta última representación. ¿Cómo llego, por tanto, a decir de «lo que sucede»
algo completamente distinto y a reconocer que el concepto de causa pertenece a «lo que
sucede» [e incluso de modo necesario], aunque no esté contenido en ello? ¿Qué es lo
que constituye aquí la incógnita X2 en la que se apoya el entendimiento cuando cree
hallar fuera del concepto A un predicado B extraño al primero y que considera, no obstante,
como enlazado con él? No puede ser la experiencia, pues el mencionado principio
no sólo ha añadido3 la segunda representación1 a la primera aumentando su generalidad,
sino incluso expresando necesidad, es decir, de forma totalmente a priori y a partir de
meros conceptos. El objetivo final de nuestro conocimiento especulativo a priori se basa
por entero en semejantes principios sintéticos o extensivos. Pues aunque los juicios
analíticos son muy importantes y necesarios, solamente lo son con vistas a alcanzar la
claridad de conceptos requerida para una síntesis amplia y segura, como corresponde a
una adquisición realmente nueva.


V. TODAS LAS CIENCIAS TEÓRICAS DE LA RAZÓN CONTIENEN
JUICIOS SINTÉTICOS A PRIORI COMO PRINCIPIOS.


1. Los juicios matemáticos son todos sintéticos. Este principio parece no haber
sido notado por las observaciones de quienes han analizado la razón hasta hoy. Es más,
parece oponerse precisamente a todas sus conjeturas, a pesar de ser irrefutablemente
cierto y a pesar de tener consecuencias muy importantes. Al advertirse que todas las
conclusiones de los matemáticos se desarrollaban de acuerdo con el principio de contradicción
(cosa exigida por el carácter de toda certeza apodíctica), se supuso que las proposiciones
básicas se conocían igualmente a partir de dicho principio. Pero se equivocaron,
ya que una proposición sintética puede ser entendida, efectivamente, de acuerdo con
el principio de contradicción, pero no por sí misma, sino sólo en la medida en que se
presupone otra proposición sintética de la cual pueda derivarse.
Ante todo hay que tener en cuenta lo siguiente: las proposiciones verdaderamente
matemáticas son siempre juicios a priori, no empíricos, ya que conllevan necesidad,
cosa que no puede ser tomada de la experiencia. Si no se quiere admitir esto, entonces
limitaré mi principio a la matemática pura, cuyo concepto implica, por sí mismo, que no
contiene conocimiento empírico alguno, sino sólo conocimiento puro a priori.
Se podría pensar, de entrada, que la proposición 7 + 5 = 12 es una simple proposición
analítica, que se sigue, de acuerdo con el principio de contradicción, del concepto
de suma de siete y cinco. Pero, si se observa más de cerca, se advierte que el concepto
de suma de siete y cinco no contiene otra cosa que la unión de ambos números en uno
solo, con lo cual no se piensa en absoluto cuál sea ese número único que sintetiza los
dos. El concepto de doce no está todavía pensado en modo alguno al pensar yo simplemente
dicha unión de siete y cinco. Puedo analizar mi concepto de esa posible suma el
tiempo que quiera, pero no encontraré en tal concepto el doce. Hay que ir más allá de
esos conceptos y acudir a la intuición correspondiente a uno de los dos, los cinco dedos
de nuestra mano, por ejemplo, o bien (como hace Segner en su Aritmética) cinco puntos,
e ir añadiendo sucesivamente al concepto de siete las unidades del cinco dado en la
intuición. En efecto, tomo primero el número 7 y, acudiendo a la intuición de los dedos
de la mano para el concepto de 5, añado al número 7, una a una (según la imagen de la
mano), las unidades que previamente he reunido para formar el número 5, y de esta
forma veo surgir el número 12. Que 5 tenía que ser añadido a 71 lo he pensado ciertamente
en el concepto de suma = 7 + 5, pero no que tal suma fuera igual a 12. Por consiguiente,
la proposición aritmética es siempre sintética, cosa de la que nos percatamos
con mayor claridad cuando tomamos números algo mayores, ya que entonces se pone
claramente de manifiesto que, por muchas vueltas que demos a nuestros conceptos,
jamás podríamos encontrar la suma mediante un simple análisis de los mismos, sin
acudir a la intuición.

De la misma forma, ningún principio de la geometría pura es analítico. «La línea
recta es la más corta entre dos puntos» es una proposición sintética. En efecto, mi concepto
de recto no contiene ninguna magnitud, sino sólo cualidad. El concepto «la más
corta» es, pues, añadido enteramente desde fuera. Ningún análisis puede extraerlo del
concepto de línea recta. Hay que acudir, pues, a la intuición, único factor por medio del
cual es posible la síntesis.

Aunque algunos de los principios supuestos por los geómetras son analíticos y
se basan en el principio de contradicción, sólo sirven, al igual que las proposiciones
idénticas, como eslabones del método, no como principios. Por ejemplo: a = a, el todo
es igual a sí mismo, o bien (a + b) > a, el todo es mayor que una de sus partes. Sin embargo,
estos mismos principios sólo se admiten en matemáticas, a pesar de ser inmediatamente
válidos por sus meros conceptos, en cuanto que son susceptibles de representa-
ción intuitiva. Lo único que nos hace creer, de ordinario, que el predicado de tales juicios
apodícticos se halla ya en nuestro concepto y que, consiguientemente, el juicio es
analítico, es la ambigüedad de la expresión. Efectivamente, a un concepto dado hay que
agregarle en el pensamiento un cierto predicado, y tal necesidad es inherente a los conceptos.
Pero la cuestión no reside en qué es lo que se debe agregar al concepto dado,
sino en qué sea lo que de hecho se piensa en él, aunque sólo sea de modo oscuro. Entonces
queda claro que, si bien el predicado se halla necesariamente ligado a dicho concepto1,
no lo está en cuanto pensado en éste último, sino gracias a una intuición que ha de
añadirse al concepto.

2. La ciencia natural (física) contiene juicios sintéticos a priori como principios.
Sólo voy a presentar un par de proposiciones como ejemplo. Sea ésta: «En todas las
modificaciones del mundo corpóreo permanece invariable la cantidad de materia», o
bien: «En toda transmisión de movimiento, acción y reacción serán siempre iguales».
Queda claro en ambas proposiciones no sólo que su necesidad es a priori y, por consiguiente,
su origen, sino también que son sintéticas. En efecto, en el concepto de materia
no pienso la permanencia, sino sólo su presencia en el espacio que llena. Sobrepaso,
pues, realmente el concepto de materia y le añado a priori algo que no pensaba en él. La
proposición no es, por tanto, analítica, sino sintética y, no obstante, es pensada a priori.
Lo mismo ocurre en el resto de las proposiciones pertenecientes a la parte pura de la
ciencia natural.

3. En la metafísica —aunque no se la considere hasta ahora más que como una
tentativa de ciencia, si bien indispensable teniendo en cuenta la naturaleza de la razón
humana— deben contenerse conocimientos sintéticos a priori. Su tarea no consiste
simplemente en analizar conceptos que nos hacemos a priori de algunas cosas y en
explicarlos analíticamente por este medio, sino que pretendemos ampliar nuestro conocimiento
a priori. Para ello tenemos que servirnos de principios que añadan al concepto
dado algo que no estaba en él y alejarnos tanto del mismo, mediante juicios sintéticos a
priori, que ni la propia experiencia puede seguirnos, como ocurre en la proposición «El
mundo ha de tener un primer comienzo» y otras semejantes. La metafísica no se compone,
pues, al menos según su fin, más que de proposiciones sintéticas a priori.


VI. PROBLEMA GENERAL DE LA RAZÓN PURA.


Representa un gran avance el poder reducir multitud de investigaciones a la
fórmula de un único problema. No sólo se alivia así el propio trabajo determinándolo
con exactitud, sino también la tarea crítica de cualquier otra persona que quiera examinar
si hemos cumplido o no satisfactoriamente nuestro propósito. Pues bien, la tarea
propia de la razón pura se contiene en esta pregunta: ¿cómo son posibles los juicios
sintéticos a priori?

El que la metafísica haya permanecido hasta el presente en un estado tan vacilante,
inseguro y contradictorio, se debe únicamente al hecho de no haberse planteado
antes el problema —y quizá ni siquiera la distinción— de los juicios analíticos y sintéticos.
De la solución de este problema o de una prueba suficiente de que no existe en
absoluto la posibilidad que ella pretende ver aclarada, depende el que se sostenga o no la
metafísica. David Hume, el filósofo que más penetró en este problema, pero sin ver, ni
de lejos, su generalidad y su concreción de forma suficiente, sino quedándose simplemente
en la proposición sintética que liga el efecto a su causa (principium causalitatis),
creyó mostrar que semejante proposición era totalmente imposible a priori. Según las
conclusiones de Hume, todo lo que llamamos metafísica vendría a ser la mera ilusión de
pretendidos conocimientos racionales de algo que, de hecho, sólo procede de la experiencia
y que adquiere la apariencia de necesidad gracias a la costumbre. Si Hume
hubiese tenido presente nuestro problema en su universalidad, jamás se le habría ocurrido
semejante afirmación, que elimina toda filosofía pura. En efecto, hubiera visto que,
según su propio razonamiento, tampoco sería posible la matemática pura, ya que ésta
contiene ciertamente proposiciones sintéticas apriori. Su sano entendimiento le hubiera
prevenido de formular tal aserto.

La solución de dicho problema incluye, a la vez, la posibilidad del uso puro de la
razón en la fundamentación y desarrollo de todas las ciencias que contengan un conocimiento
teórico a priori de objetos, es decir, incluye la respuesta a las siguientes preguntas:
¿Cómo es posible la matemática pura?
¿Cómo es posible la ciencia natural pura?
Como tales ciencias ya están realmente dadas, es oportuno preguntar cómo son
posibles, ya que el hecho de que deben serlo queda demostrado por su realidadk. Por lo
que se refiere a la metafísica, la marcha negativa que hasta la fecha ha seguido hace
dudar a todo el mundo, con razón, de su posibilidad. Esto por una parte; por otra, ninguna
de las formas adoptadas hasta hoy por la metafísica permite afirmar, por lo que a su
objetivo esencial atañe, que exista realmente.

No obstante, de alguna forma se puede considerar esa especie de conocimiento
como dada y, si bien la metafísica no es real en cuanto ciencia, sí lo es, al menos, en
cuanto disposición natural (metaphysica naturalis). En efecto, la razón humana avanza
inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho
quien la mueve a hacerlo. La propia necesidad la impulsa hacia unas preguntas que no
pueden ser respondidas ni mediante el uso empírico de la razón ni mediante los principios
derivados de tal uso. Por ello ha habido siempre en todos los hombres, así que su
razón se extiende hasta la especulación, algún tipo de metafísica, y la seguirá habiendo
en todo tiempo. Preguntamos, pues:
¿Cómo es posible la metafísica como disposición natural?, es decir, ¿cómo surgen
de la naturaleza de la razón humana universal las preguntas que la razón pura se
plantea a sí misma y a las que su propia necesidad impulsa a responder lo mejor que
puede?
Pero, teniendo en cuenta que todas las tentativas realizadas hasta la fecha para
responder estas preguntas naturales (por ejemplo, si el mundo tiene un comienzo o
existe desde toda la eternidad, etc.) siempre han chocado con ineludibles contradicciones,
no podemos conformarnos con la simple disposición natural hacia la metafísica, es
decir, con la facultad misma de la razón pura, de la que siempre nace alguna metafísica,
sea la que sea. Más bien ha de ser posible llegar, gracias a dicha facultad, a la certeza
sobre el conocimiento o desconocimiento de los objetos, es decir, a una decisión acerca
de los objetos de sus preguntas, o acerca de la capacidad o falta de capacidad de la razón
para juzgar sobre ellos. Por consiguiente, ha de ser posible, o bien ampliar la razón pura
con confianza o bien ponerle barreras concretas y seguras. Esta última cuestión, que se
desprende del problema universal anterior, sería, con tuzan, la siguiente: ¿cómo es posible
la metafísica como ciencia?
En último término, la crítica de la razón nos conduce, pues, necesariamente a la
ciencia. Por el contrario, el uso dogmático de ésta, sin crítica, desemboca en las afirmaciones
gratuitas —a las que pueden contraponerse otras igualmente ficticias— y, consiguientemente,
en el escepticismo.

Tampoco puede tener esta ciencia una extensión desalentadoramente larga, ya
que no se ocupa de los objetos de la razón, cuya variedad es infinita, sino de la tazón
misma, de problemas que surgen enteramente desde dentro de sí misma y que se le
presentan, no por la naturaleza de cosas distintas de ella, sino por la suya propia. Una
vez que la tazón ha obtenido un pleno conocimiento previo de su propia capacidad
respecto de los objetos que se le puedan ofrecer en la experiencia, tiene que resultarle
fácil determinar completamente y con plena seguridad la amplitud y los límites de su
uso cuando intenta sobrepasar las fronteras de la experiencia.

Todos los esfuerzos hasta ahora realizados para elaborar dogmáticamente una
metafísica podemos y debemos considerarlos como no ocurridos, ya que cuanto hay en
ellos de analítico o mera descomposición de los conceptos inherentes a priori en nuestra
razón no constituye aún el fin, sino sólo una preparación para la metafísica propiamente
dicha, es decir, para ampliar sintéticamente los conocimientos propios a priori. Dicho
análisis no nos vale para tal ampliación, ya que se limita a mostrar el contenido de esos
conceptos, pero no la forma de obtenerlos a priori. De modo que no nos sirve como
punto de comparación para establecer después el uso válido de tales conceptos en relación
con los objetos de todo conocimiento en general. Tampoco hace falta gran espíritu
de abnegación para abandonar todas esas pretensiones, ya que las contradicciones innegables
—y, desde su método dogmático, inevitables— de la razón hace ya mucho tiempo
que privaron a toda metafísica de su prestigio. Más firmeza nos hará falta si no queremos
que la dificultad interior y la resistencia exterior nos hagan desistir de promocionar
al fin hasta un próspero y fructífero crecimiento (mediante un tratamiento completamente
opuesto al hasta ahora seguido) una ciencia que es imprescindible para la razón
humana, una ciencia de la que se puede cortar el tronco cada vez que rebrote, pero de la
que no se pueden arrancar las raíces.


VII. IDEA Y DIVISIÓN DE UNA CIENCIA ESPECIAL CON EL NOMBRE
DE CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA.


De todo lo anterior se desprende la idea de una ciencia especial que puede llamarse
la Crítica de la razón pura, ya que razón es la facultad que proporciona los principios
del conocimiento a priori. De ahí que razón pura sea aquella que contiene los
principios mediante los cuales conocemos algo absolutamente a priori. Un organon de
la razón pura sería la síntesis de aquellos principios de acuerdo con los cuales se pueden
adquirir y lograr realmente todos los conocimientos puros a priori. La aplicación exhaustiva
de semejante organon suministraría un sistema de la razón pura. Ahora bien,
este sistema es muy apetecido y queda todavía por saber si es posible también [aquí], y
en qué casos, ampliar1 nuestro conocimiento. Por ello podemos considerar una ciencia
del simple examen de la razón pura, de sus fuentes y de sus límites, como la propedéutica
del sistema de la razón pura. Tal propedéutica no debería llamarse doctrina de la
razón pura, sino simplemente crítica de la misma. Su utilidad [con respecto a la especulación]
sería, de hecho, puramente negativa. No serviría para ampliar nuestra razón, sino
sólo para clarificarla y preservarla de errores, con lo cual se habría adelantado ya mucho.
Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos,
cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori. Un sistema de semejantes conceptos se llamaría filosofía transcendental. Por su
parte, ésta va [todavía] demasiado lejos para empezar. En efecto, desde el momento en
que esa ciencia debe contener enteramente tanto el conocimiento analítico como el
sintético a priori, posee, por lo que a nuestro propósito se refiere, una excesiva amplitud,
ya que sólo podemos prolongar nuestros análisis hasta donde sea imprescindible
para conocer en toda su extensión los principios de la síntesis a priori, que constituyen
nuestro único objeto a tratar. Nos ocupamos ahora de esta investigación, que no podemos
llamar propiamente doctrina, sino sólo crítica trascendental, ya que no se propone
ampliar el conocimiento mismo, sino simplemente enderezarlo y mostrar el valor o falta
de valor de todo conocimiento a priori. Semejante crítica es, pues, en lo posible, preparación
para un organon y, caso de no llegarse a él, al menos para un canon de la misma
según el cual podría acaso exponerse un día, tanto analítica como sintéticamente, todo el
sistema de filosofía de la razón pura, consista éste en ampliar su conocimiento o simplemente
en limitarlo. Que tal sistema es posible, y más todavía, que no puede tener una
extensión tan grande como para hacer desconfiar de realizarlo por entero, se desprende
de antemano del hecho de que el objeto no es aquí la naturaleza de las cosas, que es
inagotable, sino el entendimiento que enjuicia esa naturaleza de las cosas y, además, con
la particularidad de ser el entendimiento únicamente referido a su conocimiento a priori.
Dado que no buscaremos fuera del entendimiento lo que éste almacena, no se nos puede
ocultar, y, según todas las previsiones, lo almacenado es lo bastante poco como para
que, una vez plenamente asumido por nosotros, lo juzguemos de acuerdo con su valor o
falta de valor y lo evaluemos correctamente. [Menos todavía se ha de esperar aquí una
crítica de los libros y sistemas de la razón pura, sino la correspondiente a la misma
facultad de la razón. Únicamente basándonos en esta crítica tendremos una piedra de
toque segura para valorar en este terreno el contenido filosófico de las obras antiguas y
modernas. En caso contrario, es el historiador o juez incompetente quien juzga las afirmaciones
gratuitas de otros mediante las suyas propias, que son igualmente gratuitas.]
La2 filosofía trascendental es la idea de una ciencia3 cuyo plan tiene que ser enteramente
esbozado por la crítica de la razón pura de modo arquitectónico, es decir, a
partir de principios,-garantizando plenamente la completud y la certeza de todas las
partes que componen este edificio. [Es el sistema de todos los principios de la razón
pura.] El hecho de que esta crítica no sea por sí misma filosofía trascendental se debe tan
sólo a que, para constituir un sistema completo, debería incluir un análisis exhaustivo de
todo el conocimiento humano a priori. Nuestra crítica debe ofrecer un recuento completo
de los conceptos básicos que constituyen dicho conocimiento puro. Pero puede razonablemente
abstenerse de un análisis exhaustivo de estos conceptos, así como también
de dar una reseña completa de los que derivan de ellos. La razón se halla en que, por una
parte, este análisis sería inadecuado para nuestro objetivo, ya que el análisis no encuentra
las dificultades con que tropieza la síntesis; por ésta última existe en realidad toda la
crítica; por otra parte, iría contra la unidad del plan el asumir la responsabilidad de
realizar de modo exhaustivo un análisis y una derivación de los que, según nuestro
propósito, podemos desentendernos. Es fácil, sin embargo, completar tanto el análisis
como la derivación de los conceptos a priori que más tarde hay que suministrar, una vez
que los tenemos en cuanto pormenorizados principios de la síntesis y una vez que nada
falta en relación con este propósito esencial.
Según lo anterior, pertenece a la crítica de la razón pura todo lo que constituye la
filosofía trascendental. Dicha crítica es la idea completa de la filosofía trascendental,
pero sin llegar a ser esta ciencia misma, ya que la crítica sólo extiende su análisis hasta
donde lo exige el examen completo del conocimiento sintético a priori.
En la división de una ciencia semejante hay que prestar una primordial atención
a lo siguiente: que no se introduzcan conceptos que posean algún contenido empírico o,
lo que es lo mismo, que el conocimiento a priori sea completamente puro. Por ello,
aunque los principios supremos de la moralidad y sus conceptos fundamentales constituyen
conocimientos a priori, no pertenecen a la filosofía trascendental, ya que1, si bien
ellos no basan lo que prescriben en los conceptos de placer y dolor, de deseo, inclinación,
etc., que son todos de origen empírico [al construir un sistema de moralidad pura,
tienen que dar cabida necesariamente a esos conceptos empíricos en el concepto de
deber, sea como obstáculo a superar, sea como estímulo que no debe convertirse en
motivo]. Por ello constituye la filosofía trascendental una filosofía de la razón pura y
meramente especulativa. En efecto, todo lo práctico se refiere, en la medida en que
implica motivos, a sentimientos pertenecientes a fuentes empíricas de conocimiento.
Si queremos dividir, desde el punto de vista de sistema en general, la ciencia que
ahora exponemos, ésta debe contener, en primer lugar, una doctrina elemental y, en
segundo lugar, una doctrina del método de la razón pura. Cada una de estas partes principales
tendría sus subdivisiones, cuyas razones no podemos ofrecer aún. Como introducción
o nota preliminar, sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del
conocimiento humano, los cuales proceden acaso de una raíz común, pero desconocida
para nosotros: la sensibilidad y el entendimiento. A través de la primera se nos dan los
objetos. A través de la segunda los pensamos. Así, pues, en la medida en que la sensibilidad
contenga representaciones a priori que constituyan la condición bajo la que se nos
dan los objetos, pertenecerá a la filosofía trascendental. La doctrina trascendental de los
sentidos corresponderá a la primera parte de la ciencia de los elementos, ya que las
únicas condiciones en las que se nos dan los objetos del conocimiento humano preceden
a las condiciones bajo las cuales son pensados.

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Fin del texto para la práctica 1 del martes 8 de octubre de 2013.

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